jueves, 25 de abril de 2013

LA ÚLTIMA BATALLA: PRIMER CAPÍTULO

Os dejo el primer capítulo de mi nueva novela, LA ÚLTIMA BATALLA, que pronto estará en vuestras librerías, y que es la tercera entrega de la serie que he dedicado a Mikel Goikoetxea, Goiko, Goiko, exertzaina reconvertido en detective. En este capítulo no aparece el propio Goiko, pero aparecerá, vaya que si aparecerá. No os lo perdáis.


            Nada hacía presagiar que aquel día iba a ser distinto a los demás, aunque Koldo Ferreira era consciente de que antes o después algo tendría que ocurrir. No sabía definir ese “algo”, pero cuando sus compañeros y él usaban ese pronombre indeterminado tenían claro que no se refería a nada bueno. Llevaban varios meses en lucha intentando defender no sólo su puesto de trabajo y su medio de vida, sino también su concepto de lo que era la clase trabajadora, la lucha obrera, su propia dignidad y la de quienes les precedieron en tiempos mucho más oscuros. Seguramente sus antecesores en la lucha jamás hubiesen podido imaginar que iba a ser el tan anhelado gobierno socialista el que desmantelaría las empresas en las que se habían ganado el sustento, habitualmente en condiciones muy duras. Desde luego el padre de Koldo Ferreira habría rechazado firme y vehementemente esa idea por absurda, pero su hijo sabía que era real, tan real como que diariamente se enfrentaban en el puente de Deusto los trabajadores del astillero y las fuerzas antidisturbios de la Policía Nacional. En cierto modo, aunque eso significaba no contar con su consuelo ni apoyo, Koldo se alegraba de que su padre llevase ya cinco años fallecido y no fuera testigo de cómo los suyos, precisamente los suyos, estaban desmontado aquello de lo que siempre se había sentido tan orgulloso.
            Luis Ferreira Dopazo había abandonado su pueblo natal, en la Galicia interior, con destino el País Vasco, movido por la idea de proporcionar un futuro mejor a sus hijos y atraído por el señuelo del desarrollo industrial surgido alrededor de Bilbao y su entorno, lo que entonces, con cierto empaque y la grandilocuencia verbal del régimen franquista, se denominaba el Gran Bilbao. Dejó su vieja casa, que había sido construida por su bisabuelo con sus propias manos, para instalarse en un piso del bilbaíno barrio de Rekaldeberri, una vivienda llena de humedades en la que el frío que hacía en invierno sólo era superado, en incomodidad y malestar, por el calor que padecían los meses veraniegos. Y a pesar de todo, ese barrio pasó a ser su barrio, y esa ciudad su ciudad, y muy pronto su primogénito, Luisito, que sólo tenía dos años cuando abandonó la tierra de sus padres, fue rebautizado por sus nuevos vecinos como Koldo, vasconizando su nombre, y allí nació el pequeño Antonio, al que todo el mundo acabó por llamar Andoni.
            Los inicios no fueron fáciles, en una tierra nueva y con un trabajo para el que jamás se había preparado. En su Galicia natal compaginaba las labores agrícolas con pequeñas chapuzas, sobre todo de albañilería, que hacía a sus convecinos para ganarse unas míseras pesetas. Nada, en definitiva, que pudiera serle de utilidad en su nueva vida, pero era un hombre trabajador con una destacada inteligencia natural, lo que en un momento de necesidad de mano de obra le permitió ir aprendiendo y poco a poco ascender hasta acabar siendo oficial en una de las más importantes empresas de la provincia, los astilleros Euskalduna, fundados a principios del siglo XX por Ramón de la Sota, uno de los próceres de la industria vizcaína.
            Pero toda moneda tiene además de la cara su respectiva cruz y Luis Ferreira se topó con ella en muy poco tiempo. En Bilbao encontró trabajo y una estabilidad económica, eso era cierto, pero también se topó de frente con la represión y la injusticia. Sin derechos, sin libertades, sometidos a los caprichos de las autoridades políticas y económicas, pronto se convirtió en el líder natural de sus compañeros, con gran disgusto de Herminia, su mujer, que no dejaba de reprocharle que se metiera en líos "que nada bueno pueden traer a esta casa", y satisfacción de la temida Brigada Político Social, que siempre sabía a quién tenía que detener cuando se producían conflictos en la empresa. Pese a ello siguió trabajando por sus compañeros y construyendo unos barcos de los que siempre habló con orgullo, como si los hubiese construido con sus propias manos lo que, de alguna manera, no dejaba de ser cierto. Cada vez que en la ría de Bilbao, junto al puente de Deusto, se botaba un nuevo barco, él se sentía como si fuera su auténtico padre, el hombre que, junto a muchos otros, lo había sacado de los planos para convertirlo en una realidad.
            En cierto modo, pensó Koldo, era una suerte que hubiera fallecido cinco años antes, cuando aún no había disfrutado más que unos pocos meses de la merecida jubilación a la que se hizo acreedor tras tantos años de brega y esfuerzo. Un traicionero e hijo de puta cáncer de próstata consiguió lo que nunca pudo lograr la policía de Franco, doblegar tanto su cuerpo como su espíritu, y en tan sólo siete meses pasó del retiro a ocupar un nicho en el cementerio de Derio. Cinco meses después le siguió Herminia, oficialmente por culpa de una neumonía, aunque sus hijos siempre pensaron que falleció de pena por la muerte de su compañero de toda la vida. De pena y de desgaste, ya que ser la mujer de un líder sindical en una época en la que las libertades eran aún un sueño y la represión el pan nuestro de cada día, producía un desgaste que aunque no ha sido clasificado por las cabezas pensantes de la Organización Mundial de la Salud como causa de muerte, contribuyó a que tanto ella como muchas otras mujeres en su misma situación llegaran al final del camino mucho antes de lo que su ritmo biológico, en condiciones más favorables, hubiera marcado. Debido a esos acontecimientos al joven Koldo no le quedó más remedio que crecer antes de tiempo. Como herencia recibió doscientas mil pesetas, un piso pequeño en Rekalde y un hermano cuatro años menor que él al que prometió cuidar como lo hubieran hecho sus padres. También le legaron el ejemplo de toda una vida de lucha, dignidad y trabajo, pero esa herencia, pensaba en ocasiones Koldo Ferreira, constituía una pesada carga.
            Sobre todo aquel día, 23 de noviembre de 1984, en el que Koldo intentaba mediar con los contingentes de la Policía Nacional que, cada vez más nerviosos, les instaban a desalojar los astilleros y disolver la asamblea en la que diariamente, desde hacía varios meses, los trabajadores debatían sobre su situación, presentaban propuestas y decidían cómo iban a proseguir su lucha contra una reconversión industrial en la que ellos tenían el papel de comparsas desechables. Koldo Ferreira había heredado tanto las dotes de liderazgo como el prestigio de su padre, por eso era uno de los trabajadores más activos en las asambleas y su opinión era siempre respetada, incluso por quienes no estaban de acuerdo con él al ciento por ciento.
            Mientras intentaba hablar con el comandante del contingente se percató de que esos no eran los policías con los que llevaban conviviendo, por decirlo de alguna manera, desde hacía muchísimas semanas, algunos de los cuales incluso llegaron a comprender sus motivos y a respetarlos. Posteriormente se enteró de que se trataba de un grupo cuya base de actuaciones se ubicaba en Miranda de Ebro, en la provincia de Burgos, pero en aquellos momentos no se preocupó por su procedencia, sino por el brillo que repentinamente apareció en los ojos de su interlocutor, que quizás paladeaba antes de tiempo el subidón de adrenalina que le iba a proporcionar las órdenes que ya tenía decidido dar a sus hombres, independientemente de los esfuerzos del elemento subversivo que a duras penas intentaba razonar con él.
            Empujando con sus manos a Ferreira, que escapó como pudo del lugar, voceó a sus subordinados la orden de cargar. Una tanqueta derribó la caseta del guarda y la valla de entrada al recinto y las porras de los policías empezaron a golpear a diestro y siniestro. Las porras y también las armas de fuego, en una escalada de violencia policial inédita hasta aquel momento. Como si se tratara de arrasar una población enemiga en una guerra que no respetara las normas de la Convención de Ginebra, en pocos minutos destrozaron todo lo que pillaron a su paso, dependencias de las secciones sindicales, comedores, biblioteca, no dejando intacto nada que fuera susceptible de romperse, mientras arrancaban de cuajo lavabos, inodoros y tuberías. Un trabajador, Vicente Carril, recibió una bala en la pared abdominal derecha, otros tuvieron que ser atendidos por los servicios hospitalarios de las lesiones causadas por brutales palizas y muchos regresaron a sus casas heridos y magullados. Milagrosamente no se produjo ninguna víctima mortal, al menos causada directamente por la policía, ya que un operario, Pablo González Larrazabal, falleció víctima de un infarto mientras intentaba protegerse de la policía refugiándose en el interior de un barco que se estaba construyendo. Aunque agentes de las propias fuerzas de seguridad le transportaron hasta el Hospital de Basurto, los intentos por reanimarle fueron infructuosos y murió poco después de ser ingresado. Pablo González Larrazabal pasaría a la historia como el único fallecido en lo que posteriormente se ha llamado la batalla de Euskalduna, y seguramente eso es correcto técnicamente, pero Koldo Ferreira siempre supo que hubo al menos otro muerto más, y estaba convencido de ello porque quien él consideraba como segunda víctima mortal de esa batalla fue Andoni Ferreira, su hermano pequeño.
            Andoni, al contrario que Koldo, no heredó el carácter serio y trabajador de su padre, quizás por ser el benjamín de la familia, tal vez por haber nacido cuando sus progenitores ya se habían asentado vitalmente o, sencillamente, porque no todo está escrito en el adn, pero su hermano mayor siempre pensó que junto a esas circunstancias influyó mucho más la sensación de vacío, de falta absoluta de esperanza, que en aquellos años de fuerte crisis económica y social se había adueñado de unos jóvenes que no vislumbraban en el horizonte ningún tipo de futuro. Y como otros muchos de sus coetáneos, fue víctima del siniestro influjo de la heroína, aunque gracias a los esfuerzos del propio Koldo, que nunca abjuró de la promesa hecha a sus padres de que cuidaría de él, consiguió desengancharse. Todo el mundo consideraba eso un milagro, ya que el porcentaje de quienes lograban sacudirse la adicción era más bien escaso, de ahí su desesperación cuando de repente Andoni recayó. Y su recaída, solía pensar con amargura, coincidió con la frustración que le produjo el no ser admitido en los astilleros.
            Koldo entró a trabajar allí de la mano de su padre, como aprendiz, hacía ya muchos años y peleó fuertemente porque su hermano pequeño siguiera su mismo camino, pese a que esa figura había desaparecido oficialmente del organigrama laboral. Ésa era una de las promesas con las que había conseguido que Andoni luchara contra su adicción y se ilusionara por salir de ella. Pero cuando les dijeron que contratarle no era posible, ni siquiera con el salario mínimo, ya que los tiempos no estaban para efectuar nuevas contrataciones sino, más bien al contrario, para echar a la gente a la calle, a la puta calle pensaba con rabia Koldo, se desmoronó y no tardó mucho tiempo en buscar refugio entre los brazos de esa amante que nunca le había fallado, la heroína. Koldo Ferreira siempre pensó que aparte de los motivos económicos, el hecho de que él se estuviese significando, cada vez más, como un líder obrero nato, había influido en que a su hermano se le cerraran las puertas del astillero. Ese rechazo, no albergaba la menor duda sobre ello, le destrozó anímicamente y fue la causa principal de su recaída y de lo que su recaída trajo consigo.
            Aquel aciago y triste 23 de noviembre, cuando Koldo Ferreira regresaba a su domicilio de Rekalde, con todo su cuerpo dolorido y un labio cortado, pero con la dignidad y el orgullo intactos, no pudo evitar el pensar en su hermano. Mientras estaba en los astilleros, arengando a sus compañeros o enfrentándose a la policía, conseguía olvidarse de la tragedia que tenía en casa, pero cuando regresaba y veía cómo su hermano se iba autodestruyendo un cúmulo de negras sensaciones envolvían su cabeza y acababa pensando que nada, ni esfuerzos, ni lucha, ni sacrificios, merecía la pena. Aquel día fue incluso peor. De hecho fue el peor, o quién sabe, quizás el mejor.
            Nada más verle tendido sobre la cama, con la mirada perdida, se percata de que le ocurre algo grave. Tiene los ojos vidriosos, la respiración entrecortada y se agita entre convulsiones. Koldo Ferreira mira a su hermano sin saber qué hacer. El hombre decidido, que ni le teme a nada y que nunca duda cuando hay que dar un paso al frente, se queda paralizado como una tímida doncella al ver acercarse a su cuello los afilados dientes del lobo feroz.. Pero pronto sale de su ensimismamiento y se da cuenta de que sólo puede hacer una cosa, por eso con gran sangre fría y cierta parsimonia, alguna vez escuchó eso de "vísteme despacio, que tengo prisa", y pese a lo paradójico de la frase asimiló su enseñanza, agarra el teléfono y llama a Urgencias.
            –Da igual, hermanito –le sorprende Andoni, con una voz que parece proceder de ultratumba–, hagas lo que hagas no tiene remedio, esta vez la he cagado de verdad. Bueno, no la he cagado –intenta sonreír, pero apenas le sale una mueca antes de repetir entrecortadamente la misma frase–, no, quizás no la he cagado, ¿sabes?, quizás por fin voy a descansar y a ti te dejaré tranquilo,
            Koldo le dice a su hermano que se calle, siente que con cada palabra que pronuncia se le va un trozo de vida, pero Andoni no le hace caso y sobreponiéndose a la fatiga vuelve a dirigirse a él.
            –Siento haberte decepcionado, a ti y a nuestros padres, de verdad que lo siento.
            Koldo desea interrumpirle, decirle que eso no es cierto, pero no se atreve a hacerlo, en parte porque sería ridículo, a esas alturas, mentirle, claro que le ha decepcionado, pero eso en el fondo no importa, qué cojones, son hermanos y los hermanos tienen que estar siempre unidos, al lado los unos de los otros, y por otra parte, por doloroso que sea admitirlo, intuye que quizás no vuelva a tener la oportunidad de escuchar su voz.
            –Lo siento, Koldo, de verdad que lo siento, y te pido perdón. ¿Te acuerdas de cuando íbamos con nuestros padres a la playa de Larrabasterra? La de ahogadillas que me hacías, qué cabronazo que eras, pero luego siempre compartías tu Coca Cola conmigo porque yo me había bebido casi de un trago la mía. Ojalá estuviéramos ahora en la playa, zambulléndonos en el agua y bebiendo Coca Cola, aunque sea un típico producto del imperialismo capitalista yanqui, como tú solías decirme cuando aún intentabas adoctrinarme. Pero la cagué, no te hice caso y ahora ya lo ves, pago las consecuencias.
            La convulsión que de repente sufre Andoni interrumpe sus palabras y Koldo piensa que ya todo se ha acabado, ¿dónde coño está esa puta ambulancia?, se pregunta en silencio, silencio que vuelven a romper las palabras, cada vez más débiles, de su hermano.
            –Me muero, Koldo, me muero, pero no te pongas triste, es mejor así, esto no era vida, lo sabes mejor que yo. Quizás si hubiese conseguido ese trabajo..., pero da igual, supongo que antes o después la habría cagado con otra excusa. En el fondo para ti va a ser mucho mejor, una liberación, ya no tendrás que cargar conmigo, quién sabe, igual encandilas a una buena chorba con un par de hermosas tetas y te casas o te vas a vivir con ella, siempre has sido un ligón.
            Koldo le pide que no siga diciendo chorradas, que nunca ha sido una carga para él, y hasta cree haber pronunciado esas palabras, pero Andoni no ha debido escucharle porque sigue hablando.
            –Es el final, hermanito, pero ya te he dicho que no debes estar triste, en el fondo es lo mejor que me puede pasar. Por eso me he inyectado una dosis mortal de necesidad. Por fin voy a tener paz y, quién sabe, quizás pueda de nuevo abrazar a nuestros padres.
            A Koldo le sorprenden estas últimas palabras. Los Ferreira nunca han sido religiosos, han bautizado a sus hijos y se han casado por la Iglesia porque era lo que había que hacer, pero nunca han creído en esas cosas. De hecho él, la única ocasión en la que pisó una en su vida fue hace ya unos años, cuando el sindicato aún estaba en la clandestinidad y un cura amigo y compañero de militancia les cedió los locales parroquiales para celebrar una asamblea. ¿Será verdad que la proximidad de la muerte lo trastoca todo, hasta las creencias, o increencias, más íntimas de los seres humanos?
            Durante unos minutos intenta animar a su hermano, decirle que ya saldrán de ésta, como lo han hecho en otras ocasiones, que si una vez consiguió salir del pozo seguramente podrá volver a hacerlo, pero ambos saben que en el fondo se trata de un paripé, que a la gente como ellos nunca se les concede una segunda oportunidad y cuando por fin llegan los sanitarios a su domicilio tan sólo pueden certificar la defunción. Andoni Ferreira ha sido, o al menos eso piensa su hermano Koldo, la segunda víctima mortal de la batalla de Euskalduna, aunque seguramente habrá muchos como él, piensa con amargura, víctimas de la batalla del Euskalduna, o de la batalla de los Altos Hornos o de la Babcock Wilcox, o de la batalla de..., da igual, víctimas que nunca serán contabilizadas en las estadísticas, que nunca tendrán un reconocimiento y que sólo sobrevivirán en la memoria de unos familiares a los que seguramente no les quedarán fuerzas para recordarles.
            En el funeral apenas hay nadie, él era su única familia y los pocos amigos que tenía Andoni muy pronto, con casi total seguridad, seguirán su mismo camino, así que no están en condiciones, ni tienen ganas, de acompañarle en la iglesia. Y es que la única concesión a las tradiciones que ha aceptado, pese a su ateísmo, es la misa que oficia uno de los curas del barrio, un sacerdote que siempre les ha ayudado, tanto en los tiempos de la represión como en estos en los que, pese a ser legales, siguen siendo un cero a la izquierda a los ojos de quienes detentan de verdad el poder. Koldo hace años que no asiste a un oficio, por eso intenta imitar torpemente los gestos y las palabras del párroco y cuando éste dice eso de "bienaventurados los perseguidos por buscar la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos" piensa que es un hermoso deseo, pero que a quienes han luchado siempre por la justicia antes o después han acabado por darles por el culo. Y además no puede esperar tanto tiempo, él no desea de momento llegar al reino de los cielos, lo que él ansía es que reine la justicia en este mundo, en este puto mundo, pero sabe que el cura, un buen tipo en el que se puede confiar, ha intentado con esas palabras consolarle, por eso asiente en silencio y posteriormente, cuando ya se ha acabado todo, le da las gracias.
            La escasa asistencia al funeral hace que otra de las tradiciones a las que no ha podido sustraerse, la toma de unos vinos con amigos y conocidos a la finalización de los funerales, no dure mucho tiempo y enseguida, tras despedirse de los pocos allegados que han acudido a arroparle, vuelve a encontrarse solo y por primera vez consciente de lo que esa soledad, supone. No quiere volver a su casa para pasarse las horas muertas viendo la televisión o mirando las viejas fotografías en las que Andoni y él aparecen risueños y optimistas, llenos de vida. Tampoco quiere aferrarse a la botella, como ha estado a punto de ocurrir esa misma mañana cuando, casi sin darse cuenta, se ha bebido un tercio de una repleta de tinto peleón que hacía tiempo tenía guardada en la fresquera. Afortunadamente ha reaccionado a tiempo y ha tirado el resto de su contenido por la fregadera. Eso es lo que menos necesita en esos momentos, refugiarse en el alcohol, aunque en ocasiones piensa que no deja de ser una idea sumamente atractiva.
            Prácticamente sin darse cuenta sus pies empiezan a moverse y baja por la calle Gordóniz, la arteria principal del barrio, hasta la Alameda de Urkijo, ya en Indautxu. Ni siquiera se ha percatado de que ha cruzado junto al feo edificio de ladrillo rojo que da cobijo a la Jefatura Superior de Policía. Aunque sigue sin fijarse por dónde transita, pronto llega hasta la Gran Vía y se interna en el parque de Doña Casilda, al final del cual está el puente de Deusto. Desde sus barandillas divisa precisamente la entrada de los astilleros donde él trabaja, aún no sabe por cuánto tiempo, y empieza a reaccionar.
            Cuando llega al barrio de Deusto y camina por Botica Vieja, la calle que linda con la ría, las órdenes que le ha estado proporcionando su subconsciente comienzan a ser más tangibles y él a comprender por qué se encuentra allí. En pocos minutos rebasa el solar en el que durante los meses de verano se yergue la cervecera y llega hasta una vieja nave industrial cuyas paredes, llenas de desconchones, y las ventanas, sin ningún cristal intacto, delatan que también ha sufrido los embates de la reconversión industrial. Seguramente sus trabajadores habrán quedado peor que nosotros, piensa tristemente, al fin y al cabo que se cierre una gran empresa siempre es una desgracia nacional que suele intentar paliarse del mejor modo posible, pero ¿a quién cojones le inquietan los problemas de un pequeño taller? De todos modos no ha acudido hasta allí movido por sus ideas sindicalistas, sino por algo mucho más personal, más visceral incluso, por eso penetra en el interior de la nave sin pensárselo ni un segundo y, pese a que reina la oscuridad, enseguida distingue un bulto con la apariencia externa de un ser humano que dormita sobre un viejo camastro.
            Cuando se acerca al bulto comprueba que, como había pensado, se trata del Gallego. Irónicamente piensa que en realidad es él el auténtico gallego, al menos lo eran sus padres y sus abuelos. El tipo al que ha ido a buscar, sin embargo, no tiene nada de gallego, le llaman así porque una vez estuvo trabajando durante un tiempo en Argentina y volvió diciendo a todo el que quisiera escucharlo que allí le llamaban de ese modo, “el gallego”. Pero en esos momentos lo que menos le interesa son los orígenes étnicos del tipo, sino que es él quien suministraba la heroína a su hermano pequeño, era su camello, como se les denomina en ese ambiente. En el fondo no es más que un desgraciado, un delincuente de medio pelo, una auténtica piltrafa humana como lo demuestra el hecho de que se encuentre allí tirado, en esa nave húmeda y fría, pero eso a Koldo Ferreira le da igual, el que en el mundo del tráfico de drogas se reproduzcan las mismas diferencias de clase que en el resto del sistema capitalista se la suda, no ha acudido allí en su condición de líder sindical y obrero sino de hermano mayor. De hermano mayor de un buen chaval que ha muerto por culpa de la puta droga que ese hijo de puta le suministraba, por eso la rabia vela su entendimiento y empieza a dar patadas al hombre que dormita sobre el camastro descontroladamente.
            El Gallego está profundamente dormido, quizás a causa del mismo producto que vende en las calles, por eso no se despierta hasta que recibe la tercera patada y no reacciona hasta que con la cuarta se cae del camastro. Intenta protestar, pero no le salen palabras de la boca, tan sólo algunos lastimeros quejidos y, caído en el suelo como está, es incapaz de defenderse y mucho menos de levantarse. Ni siquiera se molesta en comprender lo que le está ocurriendo, en el fondo sabe que antes o después tenía que pasar algo así y lo único que desea es que el castigo termine cuanto antes, para poder descansar.

            Sólo cuando El Gallego recibe una patada en la nuca y su cabeza se gira de un modo extraño y antinatural, es consciente Koldo Ferreira de lo que está haciendo, de lo que ha ido a hacer allí. Acaba de matar a un hombre, a un pobre infeliz que quizás, en el fondo, fuera tan poco culpable como su propio hermano Andoni, de lo que les había ocurrido. Mira con desesperación el cuerpo inmóvil del Gallego, como si su súbito arrepentimiento pudiera resucitarle, pero los milagros no existen,  no al menos para gente como ellos, así que se limita a cerrarle piadosamente los ojos antes de comprender que tiene que irse de allí cuanto antes, huir como el asesino en que se ha convertido. Pero antes se acerca a la esquina en la que aún permanece el camastro y vomita encima de sobre él mientras, como si de una letanía se tratara, repite una y otra vez “lo siento, Gallego, no quería hacerlo, te lo juro por mi vida, lo siento, Gallego, no quería hacerlo”.

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